13 Ene

Si algo le enseña un buen baile a la vida es su dinamismo, su movimiento, su soltura. ¿Cuántos no darían por rodar como un trompo por su vida en vez de estar apostados en una cama o presos de un vacío existencial? ¿Qué pasaría si trasladáramos algo de esta soltura al terreno de la vida?

Cada ser humano nace en una pista, que se va elaborando a medida que transcurre su existencia. Esta se compone de lo que el filósofo José Ortega y Gasset llama “circunstancias” (familia, colegio, amigos, genética, educación, cultura, etc) y en ellas, poco a poco, cada uno configura su propia personalidad. Algunos se van haciendo más decididos, por un temperamento dirigido a la acción; otros alegres y optimistas, por el cariño y cuidado recibido por sus padres, otros desconfiados, etc. Todas aquellas circunstancias van condicionando, en definitiva, lo que será la tarea de hacer la propia vida.

A través de la educación se ayuda a que la persona se mueva con soltura. Que se haga consciente de su vida y de sus circunstancias, de sus limitaciones y de sus posibilidades. En inglés responsability no es otra cosa que la habilidad de responder, y precisamente toda educación apunta a formar una persona consciente y responsable. Cada uno baila a su ritmo, cada uno tiene un estilo, pero si de algo se encarga la educación -aquel proceso de mejorar a la persona- es de dar los recursos para responder y aportar lo nuevo de cada uno. En definitiva, se educa para despertar la iniciativa.

En nuestra época nos encontramos con el problema de la indiferencia, quizás por haber estado más pendientes de poner a las personas frente a resultados que frente a la realidad. En vez de ayudarles a hacer conscientes y a ser capaces de responder, se ha creado la idea de que es el mundo que debe responderle a él: que debe garantizarle sus deseos, que debe estar a disposición de sus necesidades. Pero lo cierto es, como dice Viktor Frankl, que es la vida que pregunta y es el hombre quien responde. Aquel que lanza preguntas a la vida: “por qué yo, por qué a mí”, suele estancarse. Como aquellos que van al baile y en vez de estar bailando se quedan sentados en una silla, y al preguntarles: “qué haces aquí”, responden: “no sé”.

El hombre que baila con soltura sabe por qué baila, así como el hombre que vive con iniciativa sabe por qué vive. En la época actual se ha intentado ganar soltura con otros elementos (drogas, alcohol, exceso de trabajo, adicciones, emociones fuertes) pero pronto el hombre se percata de esa falsedad. No es él mismo el que actúa, no es él mismo el que se propone unos deseos y los persigue, sino solo el que se mueve porque es movido.

La iniciativa, ese lanzarse a la pista, a la realidad, tiene que ver con ser conscientes de la realidad. De hacerse la pregunta esencial: “¿quién soy yo?”; de tomar conciencia de la misión que sólo cada uno puedo realizar: “¿yo puedo hacer algo?”, y, entonces, de explotar toda su potencialidad. Cuando se da esto el hombre adquiere proyección, ilusión por la vida. Y entonces se lanza, actúa. Cuando no se da esto, no se es consciente de la propia situación, y sencillamente da lo mismo, da lo mismo esforzarse por algo que vale la pena que estar tirado en un sillón.

La falta de ilusión es cada vez más frecuente en nuestros tiempos, en buena medida porque las técnicas de consumo se han encargado de intercambiar el deseo que me da ilusión y me hace conducir mi vida hacia adelante, por la necesidad que me moviliza solo para obtener una satisfacción. Se busca entonces cada vez más medios para encontrar la satisfacción inmediata, y se dificulta la capacitación para trabajar por algo mejor. Y en un mundo sin deseos, donde el hombre no consigue algo mejor que lo que propone el consumo (ser bonito, rico y famoso) desaparecen los deseos grandes y, con ellos, se pierde la iniciativa, la creatividad y la ilusión.

La falta de iniciativa es quizás hoy uno de los motores de la desconfianza. En busca de obtener una vida cómoda y controlada, el hombre necesita sentir una seguridad -seguridad material- que no es capaz de experimentar en su propia vida -seguridad existencial-. Pero rodeado de tantas cosas, finalmente se pregunta: ¿y qué con lo que pude bailar? ¿y qué con lo que pude hacer con mi vida?

Frente a esto queda el remedio de los otros, de aquellos que se aparecen en el camino e invitan a bailar -a vivir-. Son aquellos que nos quieren realmente, que nos proyectan hacia lo que podemos llegar a ser, que nos conectan con lo real y con la riqueza que ella puede ofrecer. Son aquellos que nos invitan a tomar el camino de la confianza, que prenden la iniciativa -vivir mi propia vida- y la elevan hacia el interés por el mundo y por los demás -a vivir mi propia vida, pero con los otros-.

Gabriel Antonio Capriles Fanianos
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