13 Ene
En el viaje de la vida hay dos tipos de pasajeros. Aquél que se asoma por la ventana y se da cuenta de que su vida no lo es todo. Y aquél otro que cierra la ventanilla, se concentra en su asiento, y piensa que todo se trata de él.
El primero mira todo en perspectiva. Se da cuenta que su vida es un todo, pero un todo dentro de un todo mucho mayor. Y esto, en cierto sentido, le quita preocupaciones innecesarias. Y empieza a captar el sentido profundo de las cosas. Se dice a sí mismo: “si así es la realidad, cuantas cosas dentro de ella no dependen de mí”. Se le va el afán del segundo pasajero: de querer dominar todo, de ver todo como un problema que sólo él puede solucionar.
Este darse cuenta de la pequeñez de la propia vida, forma parte de aquel recurso del espíritu que el psiquiatra Viktor Frankl llamaba “autodistanciamiento”: aquella capacidad de salir de mi pura subjetividad y de verme en el mundo como soy. Esto coloca los pies en la tierra y nos hace recordar aquel grafiti que decía: “Dios existe, y no eres tú. Así que relájate”.
En nuestra época la capacidad de autodistanciamiento se hace difícil porque se nos vende la idea de que la necesidad más importante es la de la autorrealización: “en el viaje de la vida no prestes atención a otra cosa que no seas tú mismo”. El hombre termina por encontrarse en su sitio, por “empoderarse”, pero se da cuenta de que no explota todas sus capacidades. Aquellas posibilidades que aparecen cuando salgo de mí mismo, cuando trabajo por y con los demás, no se captan. Piensa que todo debe lograrlo él solo, pero se da cuenta que logra muy poco.
La autorrealización, en cambio, es consecuencia de la autodeterminación que se logra saliendo de uno mismo: auto trascendiendo. Solo si el hombre es capaz de salir de sí mismo, de entregarse por una causa, de perseguir un ideal, de trabajar por los demás, entonces tiene la capacidad de enriquecer su propia vida. Puede verse objetivamente. Cuando viene el fracaso no es el fin del mundo porque la meta no es su triunfo, su reconocimiento, su yo. Y puede hasta reírse de sí mismo: porque el sentido del humor es una forma de autodistanciamiento.
En nuestra época, sin embargo, el yo se da demasiada importancia a sí mismo, tanta que le cuesta reír. La cultura, en vez de hacer mirar al hombre por la ventana y ayudarle a ver todo con perspectiva, hace todo lo que puede para que se concentre en su puesto, para que piense que lo importante es que él esté bien. Se le seduce con golosinas, con entretenimiento, y el hombre, cómodo, se queda ahí.
La falta de miras ha traído espíritus estrechos. Se venden constantemente aspiraciones con las que el hombre reduce considerablemente sus posibilidades reales. Se borra del panorama el autodistanciamiento, aquel reconocimiento de que hay algo más fuera de mí. Y se borra entonces la autotrascendencia, la capacidad de dedicarme a algo más importante que yo mismo. La persona se instala en una triste situación en la que el mundo es él y sus necesidades, y poco más. Esto coloca al hombre en mundo pequeños, mundos que buscan tener todo controlado. Pero el exceso de control lleva a la falta de proyección, al desencanto y a la tristeza. Donde se pudo ver un bosque completo, tan solo se captó un árbol.
La persona que se centra en ella misma solo se ve a sí misma. Y, más triste aún, sólo se dirige hacia sí misma. Siempre se mantiene en el mismo lugar y, obsesionada por su propia satisfacción, termina por ahogarse en su yo. La vida del hombre -del hombre sano-, en cambio, siempre va hacia adelante. Su propio dinamismo pide despegarse, pide salir de sí, para ir en busca de algo que enriquezca, de algo que haga al hombre, efectivamente, alguien mejor.
Gabriel Antonio Capriles Fanianos.
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