13 Ene

Al psiquiatra Victor Frankl no le gustaba etiquetar a las personas, pero decía que si había alguna clasificación posible para dividir a los seres humanos era el de personas indecentes y personas decentes.

En aquel momento en que vivió (Alemania nazi) las personas indecentes eran aquellos que habían renunciado a su humanidad: los alemanes que renunciaban a su conciencia, los ciudadanos que colaboraban con el régimen, los que mataban gente, los prisioneros judíos -llamados capos- que maltrataban a los mismos judíos o aquellos otros -que llamaban los musulmanes- que decidían tirar la toalla. Por otro lado, la gente decente era aquella que en aquel infierno defendió lo más humano: se opusieron a la mentira y a la injusticia, desarrollaron su humanidad en los campos de concentración, vivieron y murieron por la verdad, etc.

Las personas decentes son aquellas que a lo largo de su vida hacen un esfuerzo por ser conscientes de su humanidad y de vivir en consecuencia. Aquellos que hacen lo posible por defenderla y hacer que crezca. Su vida no solo es una vida lograda, sino que deja un conjunto de bienes espirituales que permanecen y nutren la historia. Estas personas se caracterizan por trabajar en ellas mismas. Los indecentes, en cambio, se echan a la suerte, abandonan su humanidad y, con ella, la singularidad de su propia vida: todo lo que pudieron ser y hacer.

En los tiempos de la Antigua Grecia nació una forma clara de esta defensa del hombre que conocemos como humanismo. Por medio de la filosofía se llegó a conocer qué era el hombre, y, en defensa de éste, se constituyó una forma de vida que tenía como finalidad mejorar al hombre, es decir: educar. En este caso lo que unía la cultura con la educación era un profundo humanismo que llevó al ideal educativo conocido como la paideia.

Para los griegos la cultura -cuyo término venía de cultivar la tierra- no debía darle al hombre lo que no le haría crecer sino todo aquello que lo hiciera mejor. Más adelante el cristianismo toma esta tradición y la vivifica con el mandamiento del amor. Si el aporte de los griegos es habernos ayudado a entender qué es el hombre, el mérito del cristianismo es el de responder a la pregunta del por qué: y: ¿por qué el hombre?… Porque está hecho por y para amar.

La cultura actual, sin embargo, olvida sus raíces y pierde su papel selectivo, educativo. Su misión ya no consiste en vivificar y orientar al hombre, sino en un conjunto de costumbres que se encarguen de satisfacerlo. Si lo que caracterizaba a los griegos era un esfuerzo consciente por perseguir lo más humano en el hombre, lo que caracteriza a nuestra cultura es un esfuerzo consciente por perseguir el beneficio individual. Aparece, entonces -paradójicamente-, un hombre masificado, en el que se hace notable una forma sutil de indecencia: la mediocridad moral.

En su Juicio a Eichmann Hannah Arendt hace un retrato de Adolf Eichmann. Al ser juzgado el gran genio del mal que se encargaba de aniquilar a millares de personas en los campos de concentración, se defendía diciendo que hacía lo que hacía tan solo porque seguía órdenes. Arendt nos recuerda que el peor mal puede ser cometido por cualquier persona, por cualquiera que decide no examinarse, no cuestionarse su forma de vida, por cualquiera que deja de pensar y se olvida de su humanidad. La mediocridad -este mal banal, que busca disfrazarse en motivos buenos o instrumentales- lleva a que el hombre claudique de sí mismo.

Frente a esta situación, toda forma de indecencia se enfrenta a una forma de decencia: la persona que trabaja en sí misma, cuya actitud denomino “autoeducación”. En una época que ya no se encarga de resguardar la humanidad de la persona, a ella misma le toca seleccionar lo mejor.  Si la educación consiste en mejorar a la persona -y hoy pocos son conscientes de esta tarea-, hoy en día tocará más que nunca fomentar una actitud con la que el hombre tome conciencia de la tarea de mejorar a sí mismo.

Gabriel Capriles Fanianos
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