13 Ene
La experiencia de los sobrevivientes de los Andes nos invita a reflexionar sobre una actitud vital: la coherencia. Para Roy Harley lo que vivió en la montaña antes de ser divulgado por la palabra (en conferencias, etc), debía ser puesto en práctica con la propia vida: walk the talk, camina lo dicho. Una buena pauta de conducta para los que vivieron lo que ellos vivieron.
Allá arriba en los Andes estos jóvenes se dieron con un golpe de realidad. Cuenta el menor del grupo, Carlitos Páez, que él era un niño mimado y que esta experiencia lo impulsó como una catapulta de la muerte hacia la vida. En esta dura situación fue capaz de encontrarse con algo que no había pensado y que no estaba viviendo -conscientemente-. Descubrió de un modo más profundo el valor de la cooperación, de la amistad, de la generosidad, del trabajo en equipo, de la humildad, del sentido. Y todas estas cosas le sirvieron de punto de partida para luego vivir de otra manera. Después de este tipo de experiencias, la persona no termina siendo igual. Por eso Nando, otro de los sobrevivientes, dice que “aprendieron de la forma más poderosa lo que significa estar vivo”.
La coherencia es un rasgo propio de la persona madura, que se ha puesto frente a la realidad y ha descubierto algo que vale la pena. Se encuentra con un valor, con un talento, con una persona, con la misma realidad. Lo defiende, gasta sus energías, hace que crezca, lo transforma. Una persona inmadura, en cambio, se le dificulta responder a lo real, tiene poca consistencia -pues no se sabe en qué consiste lo que persigue- y cae en la incoherencia. Por eso quizás al niño se le dificulta ser constante, o se toma las cosas a la ligera, aunque a veces sorprenda en la defensa de algo esencial que muchas veces el adulto no percibe. Pero la apertura a la experiencia lleva a encontrarse con la realidad, un lugar que siempre se está descubriendo, cuya profundidad no tiene fondo sino algo de misterio, un lugar desde donde partir para desarrollarse como persona.
En las palabras de Roy Harley vemos cómo la persona coherente es aquella que ha hecho propios sus principios, que ha ido formando convicciones. Dice: esto es inquebrantable, esto es de lo que tengo que partir. Y a partir de ellos, de estos principios, configura su vida. La persona coherente es aquella en la que se despierta una actitud de autoeducación, con la que ve la necesidad de mejorar, de darse forma, de tener una personalidad rica. La persona incoherente, en cambio, difícilmente asume unos principios como propios, quizás porque el esfuerzo que eso supone lo lleva a claudicar.
Al observar a un hombre coherente podemos distinguir dos aspectos de esta actitud:
Por un lado, lo que podríamos llamar coherencia externa. En la persona coherente no hay doble vida, es la misma en todas partes. Su vida no solo parte de unos principios, sino que decide crecer desde estos principios. Y por eso está dispuesto al esfuerzo: a trabajar, a amar, a entender, a profundizar en la realidad. Esta coherencia externa genera credibilidad, con la que se hace una persona digna de confianza. De ella se sabe qué esperar, porque se tiene certeza de que vive lo que dice.
Y, por otro lado, la persona construye una coherencia interior que le hace saber quién es y a dónde va, que le permite desarrollar sus capacidades y confiar en sí mismo. Con la coherencia interna muchas veces la persona comprende su propia historia desde una situación crucial, un punto de arranque que le ayuda a comprender su pasado, a apuntar al futuro y a vivir en el presente. Se realiza como un ser narrativo, que construye su propia historia. Estos dos aspectos conducen a lo que San Josemaría Escrivá de Balaguer llama unidad de vida, un lugar desde donde entenderse y tomar decisiones.
Esta coherencia, esta unidad de vida, no la observamos en la vida de un animal. Pues si decimos que esta surge del esfuerzo en identificarme con lo que yo pienso y digo, con aquello que he reconocido como bueno, el animal no tiene camino que recorrer porque sencillamente ya lo tiene hecho. Por eso es importante distinguir entre la autenticidad del hombre y la espontaneidad del animal.
En la época moderna ocurre algo muy distinto a la experiencia de la sociedad de la nieve, que hace que esta actitud de la coherencia se malentienda. Hoy la comodidad pasa a convertirse en un punto de llegada y deja de ser un punto de partida desde el que se sale a conquistar los grandes valores. En este contexto cultural se nos dificulta distinguir en qué consiste ser humano de ser animal. Y entonces muchas veces confundimos la autenticidad a la que lleva la coherencia, con la pura espontaneidad a la que lleva la vida animal. Se nos repite “sé tú mismo”, no para seguir unos principios, sino para perseguir otros valores -accesorios- a costa de los propios principios. Es por eso que hoy mucha gente deja de vivir como piensa, y empieza a pensar cómo vive.
Cuando todo sencillamente da igual, cuando no comprendo la distinción entre vivir como hombre o como animal, tenemos como consecuencia una proliferación de “incoherencia” que es propia del hombre inmaduro. Basta acercarse al mundo del espectáculo, del entretenimiento, de las redes sociales, para darse cuenta de que el ruido, la superficialidad, es uno de los grandes retos hoy a la hora de tomarse las cosas en serio. Pues: si siempre estoy en la superficie, lo más probable es que pase la vida dejándome bambolear por las olas. Que sea una persona con la que no se puedo contar, porque no se sabe qué esperar. No en vano Einstein dice: “hay dos cosas infinitas: el espacio y la estupidez humana, y de la primera no estoy seguro”.
Por todo ello podemos concluir que en nuestro tiempo urgen los hombres coherentes, personas que haciendo su propia historia, recorriendo su propio camino, también marquen el camino de la humanidad, ya que como dice el escritor Alessandro D’avenia: “cuando el hombre se atreve a alcanzar lo imposible, la humanidad avanza esos pasos que la ayudan a creer en sí misma”
Gabriel Antonio Capriles Fanianos.
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