13 Ene

En la charla Ted ¿Voy a morir? el paramédico Matthew O’Reilly relata que, en el momento de atender a pacientes cercanos a la muerte, encontró un patrón que suele repetirse en la mayoría de los casos: la necesidad de perdón. Un momento tan difícil se convierte así en una situación decisiva y llena de sentido, en la que muchos se reconcilian con su propia historia. Otros, en cambio, toman una actitud contraria, que le quita significado a este momento: se quedan con el gran peso de sus fallas personales, quizás por orgullo o por rencor.

El arrepentimiento y el resentimiento podrían definirse como actitudes vitales -cada una situada en un polo opuesto- que se pueden tomar ante una ofensa. Una persona puede ser ofendida por otra, y decidir entre resentirse (guardar el dolor de la ofensa) o perdonar. También observamos que una persona -porque tiene autoconciencia- puede cometer un acto o adquirir un hábito que vaya en contra de sí mismo: hacerse una promesa y no cumplirla, actuar en contra de sus principios, etc. De tal modo, el hombre puede reconocer su equivocación, arrepentirse, pedir perdón y rectificar, o puede afirmarse en su error, y vivir resentido (con el dolor que le causa la falta cometida contra uno mismo).

En el Evangelio podemos encontrar estas dos actitudes, presentes en dos historias que se entrecruzan en el momento de la crucifixión. Una es la del ladrón arrepentido y otra la del ladrón resentido. El primero se quita un gran peso de encima, reconoce su error, y este arrepentimiento le permite acceder a su verdadera condición, comienza a ser fiel a sí mismo y rompe con una condena – «soy ladrón»- que parecía definitiva. El ladrón arrepentido no muere como ladrón, sino que muere como Dimas, como quien realmente es y como quien está llamado a ser. El ladrón resentido, por el contrario, juzga por su propio pecado, ese que ha convertido en «su verdad», considera que todos los demás deben ser como él, no reconoce su error, se queda con un gran peso encima, y se condena a sí mismo como ladrón.

Por el tinte de esta historia, se nota que en la persona arrepentida predomina el futuro, mientras que en la persona resentida impera el pasado. El resentido considera que, si él no fue capaz de hacerlo, entonces nadie lo hará. Toma una actitud arrogante, se le hace difícil proyectar y proyectarse, pues no espera nada de sí mismo ni de los demás. «Así soy -dice el resentido- así me quedé». El arrepentido, en cambio, reconoce que no es perfecto, que se ha equivocado muchas veces -y que seguirá luchando contra sus defectos-, pero no carga con un peso molesto que no sabe a dónde llevar. El arrepentido es capaz de observar la verdad de sí mismo y, con sus debilidades y defectos, es capaz de encaminarse hacia ella. En la Escritura encontramos los consejos que San Pablo da a aquellos que yerran: «que corrija con mansedumbre ante los que disienten, por si Dios les da un arrepentimiento que los lleve a reconocer la verdad».

El arrepentido hace de su mal, de esa falta cometida o recibida, una victoria, porque la toma como una ocasión para algo distinto. Tal es el caso de Cristo, cuando otros lo ofenden: perdona, muere en la cruz, cumple su misión redentora. También sucede con Raskolnikov, el personaje de Crimen y Castigo que asesina a una anciana usurera. En esta novela de Dostoievsky el joven se arrepiente de su crimen y comienza un camino de redención, de reconciliación y de redirección de su propia historia hacia la verdad de sí mismo. El resentido, en cambio, en lugar de crecer, buscando salir del error, se estanca en su vanidad, en su soberbia, en su flojera, en su lujuria. Se ha decidido quedar así porque se encuentra resentido, es decir, su voluntad se halla debilitada y por tanto la pereza actúa y le impide -a veces también por miedo- escoger otro camino.

Un peligro del resentimiento es que despierta como una especie de temor o rechazo ante lo que uno podría llegar a ser, sentimiento que vuelve a la vida continuamente y que se proyecta en los demás. El resentido a veces intenta «sacar la espina del ojo de su hermano, cuando él mismo no ve la viga que tiene en el suyo».

No obstante, el resentido y el arrepentido tienen algo en común. Ambos llevan un morral lleno de piedras (sus errores y los de los demás). La diferencia es que al primero le da miedo tirarlas por el camino, mientras que el segundo las va soltando y aligerando el peso. Hay un contraste interesante, el resentido suele ser mentiroso y complicado, pero el arrepentido es sencillo y sincero, va contento y ligero, se le hace más fácil ser él mismo: ser auténtico.

Con su actitud de «no culpa», el resentido no se abre a otras posibilidades. Mira y juzga todo con sus lentes de resentido. Hace de su planeta un mundo muy pequeño, en el que ha construido un modo de funcionar y de ver la realidad. Se le hace difícil salir de esta zona de confort, donde siente que controla todo. Pero, sobre todo, lo más triste del resentido es que mira con tristeza aquel quien pudo ser y no hace nada para remediarlo.

El arrepentido, en cambio, toma la vía del que es «el camino, la verdad y la vida», actitud muy propia del cristianismo -como observamos con la redención, con la ayuda de la gracia, con en el sacramento de la reconciliación, etc-. El arrepentido toma su cruz y sigue a Cristo, que lo llama a una vida mejor: «Ven y sígueme». Hace de su pasado -y de sus errores- una victoria de la cual aprende y crece, y con la que se dirige con esfuerzo hacia lo que ha reconocido libremente como lo mejor.

La falta de sentido cristiano en la vida puede llevar a crear una cultura del resentimiento en la sociedad actual, esto, quizás alimentado porque muchos le han perdido el respeto a la ofensa (a la infidelidad, a la flojera, al egoísmo). En esta cultura del resentimiento percibimos una gran inseguridad al creer en uno mismo y también en los demás, la dificultad de proyectar una vida y un mundo mejor, el estancamiento en lo que se considera -erróneamente- el único modo de vivir y de hacer las cosas. Y ante esto hace falta la promoción de una cultura del arrepentimiento.

La actitud del arrepentido requiere coraje y compasión. Compasión, pues requiere que uno se compadezca de sí mismo o de aquel que nos ha ofendido, y que reconozca su propia debilidad o la de los demás. Y coraje, para mostrarnos a los demás como somos, pedir ayuda o perdón a quien tengamos que hacerlo. Esto trae como reto el mostrarnos vulnerables en un mundo que nos invita a ser independientes, exitosos y autosuficientes.

 

Gabriel Antonio Capriles Fanianos
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